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"Palermo Viejo ya no existe". Así de simple, con brutal sinceridad, un amigo que está en el tema inmobiliario comenzó a explicarme el nuevo mapa del barrio más grande de Buenos Aires. Apenas lo escuché me puse como loco. Le dije que no era quién para decretar la defunción de un barrio centenario que había inspirado a Borges y que el mismísimo maestro de las letras argentinas había vivido en una de sus manzanas, la de Guatemala, Serrano, Paraguay y Gurruchaga. “Las cosas cambian –agregó Alfredo con la tranquilidad de quien liga 33 de mano en el truco–. Ahora en su lugar, tenés a Palermo Soho y Palermo Hollywood”. Me hizo hervir la sangre. El no lo sabía pero me subleva esa moda rebautizadora que quiere cambiarle el nombre a todo con fines absolutamente comerciales. Pero antes de que pudiera articular palabra, Alfredo me vomitó una interminable lista de sub distritos en los que hoy se descompondría Palermo: “Freud, Nuevo, Madison, Chico, Sensible, Alto, y hay una variedad de nuevos Palermos como Queens, que antes era Villa Crespo, y Dead, por Chacarita... ¿No es simpático?”. Respiré hondo y intenté articular un argumento que pusiera en claro que cambiarle el nombre a los barrios es una estafa comercial, moral y cultural. Pero Alfredo, con cartesiano pragmatismo replicó: “Hoy todos quieren vivir en Palermo y no hay que quitarles ese derecho. Eso sí, el mercado está muy segmentado, hay que afinar bien el nombre de cada zona para encauzar la demanda”.
Entonces me acordé de Luisa, una viejita que conocí en los 80 para la que Palermo era uno solo. Había llegado al barrio en 1912, cuando tenía cinco años, a vivir con su familia en una casa casi nueva de Serrano entre El Salvador y Costa Rica. Para ella, su barrio se extendía hasta el arroyo Maldonado por un lado, y se perdía hasta rozar los distritos más copetudos de la ciudad por el otro. Luisa sabía que Palermo era grande, que seguía del otro lado de ese arroyo que sepultaron debajo de la avenida Juan B. Justo cuando cumplió los 25. Y que alcanzaba el río con parques arbolados. Pero lo que le importaba era que Palermo era el barrio de su infancia, el de la silla en la vereda las tardecitas de verano, ese en el que creció, se enamoró, se casó y enviudó. Cuando la conocí, no le podía explicar el concepto de Palermo Viejo sin que se enojara. Para mi era una categoría que imaginaba casi eterna y que había actuado como un imán para toda una camada de matrimonios jóvenes que buscaba escala barrial para vivir en una casas reciclada. “¡Viejos son los trapos!”, me decía Luisa cuando insistía con lo de Palermo Viejo. No entendía entonces que me estaba metiendo con su historia. Cómo iba a considerar viejo aquello que vio crecer.
Cuando volví a la conversación, Alfredo seguía con sus argumentos marketineros : “Los nombres vienen y van, si ahora a la gente le cabe llamar Soho a Palermo, todo bien. Hay que ser flexible”. Me guardé el dato de que tampoco Palermo Viejo se llamó siempre así. Alguna vez Luisa me había dicho que esa parte de la ciudad se conoció con el nombre de Villa Alvear. Pero no quise darle más argumentos a mi amigo, en lugar de eso, le expliqué que él como yo deberíamos revelarnos contra esa pasión anglófila de copiar los nombres de barrios que, con saludable autenticidad, se hicieron famosos en Londres o Nueva York para barrer la autenticidad criolla y crear una toponimia falsa e impostora (Creo que usé la palabra cipayo en algún momento). Estoy seguro que Alfredo se quedó convencido de que me estoy poniendo viejo y cascarrabias.
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