El defensor adjunto del Pueblo porteño, Gerardo Gómez Coronado, tiene definiciones bastante claras. Como cuando califica a los “sapitos” viales del Gobierno de la Ciudad como un “desatino”. El ombudsman adjunto es, además, amable, ya que se podrían usar adjetivos mucho más duros ante lo que es una evidente chantada electoral: obras rápidas, no muy útiles, pero vistosas, para que el candidato oficialista las inaugure a tiempo e impresionar a los votantes. Que no solucionen un problema serio de la ciudad, que sean buen dinero gastado en parches, es lo de menos.
Lo que para variar no previeron en el macrismo es que los vecinos se opondrían furiosamente a los trabajos. En todo lo que hace a políticas urbanas, en el gobierno porteño piensan como especuladores inmobiliarios ya que, como dijo famosamente el subsecretario de Planeamiento, Héctor Lostri, por primera vez toda la cadena de mando, de Mauricio Macri para abajo, es formada por profesionales del rubro. Esa profesión, como todas, tiene sus dogmas interesados, sus mitos, y en este caso la ley de hierro es creer que toda obra es buena en sí. De ahí el desconcierto de los funcionarios cuando los vecinos les frenan pavimentaciones y peatonalizaciones, rechazando obra nueva.
En este caso, los vecinos entendieron la trampa inmediatamente. Buenos Aires sigue surcada por un abanico de vías ferroviarias trazadas hace un siglo en una ciudad de baja densidad, con espacios todavía abiertos y tránsito casi nulo. Es una red realmente amplia, algo raro de ver en una ciudad, y un problema nunca resuelto. Como el espacio urbano ahora es dominado por autos y colectivos, los trenes resultan barreras singulares, muros al tránsito que deforman la ciudad, como puede comprobar cualquiera que cruce de sur a norte a la altura del Once. La enorme inversión de enterrar las vías o cribar su recorrido con túneles viales nunca se realizó. Con lo que el tránsito se empaca y los trenes circulan más despacio y con menos frecuencia, porque todo el tiempo hay que abrir barreras.
Por eso la trampita atractiva del gobierno porteño, de arroparse en la “visión” de solucionar el problema histórico. Sólo que lo que planearon tenía como prioridad lucirse, no solucionar. El amplio mapa de quince túneles tenía la curiosa característica de dejar afuera todos los cruces importantes, las reales galletas viales en avenidas y calles de alta circulación. Lo que creaban los funcionarios eran aliviadores para autos particulares, de modo que uno pudiera escaparle al embotellamiento de la barrera baja por callecitas laterales, cruzando la vía por túneles de pequeño tamaño, los sapitos. Es una idea de vivos, no de planificadores, ésta de dejar en la estaca a colectivos, camiones, fletes y otros pobreríos, mientras los autos particulares zafan.
Pero quienes viven en esas calles tranquilas se vieron venir ruidos y tránsitos. El defensor adjunto Gómez Coronado destacaba el entusiasmo y la claridad de los vecinos en las audiencias públicas, que entendieron que se les pedía que sacrificaran un interés legítimo a cambio de nada, de un parche. Los vecinos, una y otra vez, reclamaron que el tránsito se quedara en las avenidas y que, por tanto, se hicieran obras en serio en las avenidas.
Gómez Coronado acompañó el reclamo que, como para festejar el nuevo año, tuvo un fuerte eco en la Justicia porteña cuando el juez Juan Cataldo intimó al Ejecutivo a paralizar las obras y frenar las licitaciones. Los argumentos recogen los que Gómez Coronado barajó en sus resoluciones contra los sapitos de septiembre y octubre.
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